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Weimar

Creo que es Weldon Penderton el que dice que vivimos en la Alemania de Weimar y que (parafraseo) no hay quien aguante este olor a #findelmundo. Puede ser. Hay días que me lo creo más y días que menos.

En una de mis compras impulsivas de libros que no me leo me compré un recopilatorio de las novelas berlinesas de Christopher Isherwood (Mr. Norris Changes Trains y Goodbye to Berlin). Esto vino porque tuve una fase Cabaret, en la que vi la película de Fosse y luego el montaje de Sam Mendes del 94. La película de Fosse está muy bien, porque además tiene una versión sinceramente escalofriante de Tomorrow Belongs to Me, que es una canción que trata exactamente sobre el weimarismo.

La versión del West End del ’94 es un poco más pesimista. Más aún, no es que la peli sea una fiesta exactamente. Pero el final, que no voy a desvelar por si esto lo lee alguien que quiere verla (por cierto, de momento y hasta que la quiten está aquí), es bastante menos sutil. Hay algo perturbador en toda la historia, que imagino que estará en el material de origen, pero desde luego se percibe en las adaptaciones.

No sé si estamos en la república de Weimar o no, pero es verdad que hay algo romántico y maravilloso en esos periodos que están al borde del abismo. La Belle Époque, las sucesivas edades de oro de Hollywood, los yuppies cocainómanos de los ochenta, la café society neoyorquina. Son escenarios maravillosos para una novela, para una película, para un musical, para una ópera.

¿Pero a quién se le ocurriría escribir sobre nuestra época? No digo ahora, digo después. ¿Quién podría sentir fascinación por este tiempo plano y aburrido, que es como si estuviera iluminado por un fluorescente, como una Coca-Cola Zero Zero que ha perdido todo el gas? No hay cabarets, no hay escándalo, no hay libertinaje.

Quizá no vivimos en Weimar después de todo.