Me acabo de leer El Sr. Norris Cambia de Trenes y Adiós a Berlín de Christopher Isherwood. No ha sido en este preciso momento, claro. Ha sido este mes. Terminé ayer o antes de ayer. Me ha gustado muchísimo, pero cualquiera que se hubiera leído esas dos novelas y me conozca a mí habría podido adivinarlo. Son unas novelas como muy para mí, y de hecho ya estoy completa y absolutamente seguro de que han entrado en el panteón mitómano de cosas a las que hago referencias constantemente.
Con esto quiero decir que me han gustado mucho. Pero no solo.
Me ha ocurrido que yo ahora mismo estoy escribiendo una cosita, o terminando, o acabo de terminar. No sé, es muy difícil determinar cuándo uno ha terminado con una novela. Pero estoy ahí. Y encuentro influencias de Isherwood en lo que he escrito, que es completamente imposible porque lo escribí, en su inmensa mayoría, antes de leer a Isherwood. Supongo que es uno de esos casos en los que se une la evolución convergente con el sustrato.
Lo que quiero decir con evolución convergente es que al final, de los mismos polvos acaban viniendo los mismos lodos.
I am a camera with its shutter open, quite passive, recording, not thinking. Recording the man shaving at the window opposite and the woman in the kimono washing her hair. Some day, all this will have to be developed, carefully printed, fixed.
Goodbye to Berlin, Christopher Isherwood
A veces me pasa un poco eso. La semana pasada estuve otra vez en París, otra vez Lost in Translation. La gente no te habla cuando saben que no hablas su idioma. Aunque sepan inglés, la mayoría no se sienten cómodos hablándolo; así que lo utilizan para conferir información necesaria, pero no para comunicarse socialmente. No existe el «¿Qué tal el fin de semana?» o «Nos vamos a comer, ¿te vienes?». Eso puede ser cultural también. A las once y cincuenta y ocho se levantan todos como animados por un resorte y se van a comer. Todos a la vez, pero no juntos.
Había una feria de vacas y pollos en Puerta de Versalles. Por algún motivo eso conllevaba multitudes desaforadas en las inmediaciones justo a la hora a la que yo volvía del trabajo. En el camino de la oficina al hotel, tengo que cambiar de tranvías en Puerta de Versalles. El primer tranvía, que viene de la banlieue, no está muy lleno nunca. Está lleno, pero se puede entrar. En el segundo hay tanta gente que hay que dejar pasar varios tranvías antes de poder embarcar uno. No me gustan las aglomeraciones, y además en París tengo una paranoia constante con los carteristas —porque es el único lugar del mundo donde me han robado la cartera, así que tal vez no sea completamente paranoia— de modo que decidí ir andando. París no es muy grande y, cuando no llueve, es fácil ir caminando a los sitios.
Quizá esto no me ocurre en Madrid porque ya no voy caminando por Madrid, o porque cuando voy caminando no voy prestando atención porque voy con alguien o porque ya conozco el camino; pero en París voy viendo pequeñas escenas, como cortes de distintas películas puestos en secuencia sin consideración ninguna por la narrativa. Una pareja joven, los dos sentados sobre la máquina donde se lava su colada en una lavandería automática iluminada por fluorescentes. Están solos y se miran arrobados, con la insolencia del amor a los veinte años, que realmente se cree todopoderoso. Un hombre de unos sesenta años, bien vestido pero no demasiado, pasea con una mujer mucho más joven, más voluptuosa que guapa. Se conocen hace poco, y no me parece que vayan a conocerse mucho más. Están a lo que están. Un hombre solo, alto y desarreglado, con barba de tres días, entra en una tienda de artículos eróticos que está dispuesta con la frialdad quirúrgica de un supermercado. No hay vergüenza en comprar un consolador o un picardías aquí. El hombre, desde luego, no siente ninguna. No hay recogimiento, solo la intención de culminar una transacción comercial.
Yo también soy una cámara.