El virus apareció en Sumatra. Luego corrió el rumor de que había venido todo de un sumatrense (sumatrino?) que había tenido comercio carnal con una orangutana depilada que un proxeneta sin escrúpulos hacía ejercer de prostituta en un burdel de Palembang. Era mentira. Era mentira porque lo de las orangutanas depiladas es una leyenda urbana: una orangutana puede matar muy tranquilamente a un hombre adulto con las manos desnudas, y no es un riesgo que los aficionados a la prostitución de bajo coste estén dispuestos a correr.

Lo que sí era cierto era que los primeros casos se habían dado en los alrededores de Palembang, y a partir de ahí la enfermedad se había ido extendiendo de manera más o menos errática. Los epidemiólogos estaban completamente desconcertados, porque eran incapaces de comprender los patrones de infección a los que apuntaban los datos. Parecía que el virus tuviera la facultad de decidir a quién quería infectar y a quién no.
Los síntomas eran igualmente insólitos: primero daba fiebre —eso no era insólito en sí mismo— y al poco venían la letargia y las ronchas. Una vez que aparecían las ronchas, rara vez pasaban veinticuatro horas antes de que el paciente expirase. La muerte no era particularmente espantosa: como el síntoma anterior era un sueño tremendo, a menudo los enfermos eran incapaces de mantenerse despiertos, de modo que cuando les llegaba la postrer hora les encontraba descansando y así no hacía mucho incomodo.
La verdad del asunto la descubrieron en realidad muchos sabios, cada uno en un momento distinto de la epidemia, pero daba la funesta casualidad de que todos enfermaban y luego fallecían sin tener ocasión de compartir sus conclusiones. Por eso los supervivientes nunca conocieron la verdad, aunque no está claro que les hubiera interesado de haber estado a su alcance.
El virus, estrictamente hablando, infectaba a todo el mundo. Resultaba tan solo que los idiotas no sufrían síntoma ninguno, mientras que todos los demás enfermaban y morían inexcusablemente. Si hubiera sido otro el sesgo del virus tal vez alguien se habría dado cuenta, pero con cada defunción la proporción de idiotas en el mundo aumentaba, y la cantidad de personas que tenían la capacidad de atar cabos disminuía.
Fue cuestión de seiscientos cincuenta y siete días, pero al final sobre la faz de la Tierra quedaron única y exclusivamente idiotas. Ellos no se dieron cuenta, en parte por su propia naturaleza y en parte porque la distribución de idiotas en los diversos oficios era bastante regular. Siguió habiendo médicos y arquitectos, escritores y peluqueros, cocineros y traductores bíblicos trilingües. Tal vez había habido una mortalidad ligeramente menor entre los futbolistas, pero como los matemáticos que quedaban para hacer la estadística eran todos idiotas, no encontraron nada de especial en el asunto.
Lo que habría herido el orgullo de los fallecidos, si una vez fallecido se tuviera orgullo, es que todo siguió funcionando. No funcionaba igual de bien que antes de la epidemia, pero tampoco había empeorado tanto. Los camareros tomaban siempre la comanda mal; los contables calculaban mal los beneficios de las corporaciones; los taquilleros daban siempre el vuelto mal. Pero al mismo tiempo, los comensales no recordaban lo que habían pedido; los consejeros delegados se quedaban perfectamente satisfechos con los números inventados que les entregaban sus contables; los clientes del cine no contaban la calderilla que les devolvían. El mundo funcionaba perfectamente bien. No, perfectamente no, pero funcionaba lo suficientemente bien.
Los idiotas habían heredado la Tierra.